lunes, 24 de febrero de 2014



ADIÓS 

Henry está muy triste. Me lo ha dicho su vecino. Que no existe. Que la vida se le escapa de las manos. Que escucha el mismo disco cada noche. Wilco. Sky Blue Sky. El cielo que ha coloreado un niño algo daltónico. Henry se envuelve en cien rutinas para paliar el frío y el ansia. Henry es un animal que pierde a la petanca cada vez que apuesta el doble a impar. Y no tiene nada. Quizás quinientos libros. Seis mil discos. Una guitarra atormentada en la penumbra. El despacho de la inmortalidad. Y en un rincón las náuseas. Henry no recuerda su pasado. Imposible Germany. El disco que le asalta. La lanza que se posa leve en su crepitar vespertino. Las telarañas de la biblioteca  anunciándole un destino atroz. On and On and On. La ausencia de la búsqueda. El territorio que lo desprotege. Henry convertido en una luciérnaga ciega. Henry acostumbrado a perder cada vez que se despierta. Henry en la ambición desmesurada de un enclenque hombre mayor. Henry con trescientas muertes asistidas en su espalda. Desvaído. Aciago. Insensato. Desmesuradamente bueno. Henry en los renglones de Pavesse. Henry en las heridas de Rimbaud. Henry en el cartucho que destroza la cabeza de Hemingway. Henry en Paris. Los años locos. El coche de los Fitzgerald. Los cuadros de Picasso. La librería de Sylvia Beach. Ulises, pobre Joyce. Maldito eufemismo. Loco y franco deseo de partir al más allá con vida. Pero Henry está en el edificio Dakota. Es mil novecientos ochenta. Va a ocurrir una desgracia y alguien tiene que evitarlo. Corre. No se desespera. Ha escuchado un ruido y puede que Lennon esté llegando. Corre con más fuerza. Lo ve. Va a abrir la puerta. Lo ve más cerca. Escucha el Bang. Se detiene en su aliento. Alguien escapa. Lo tiene muy cerca, a Lennon. Lo tiene en su pecho. Le dice: I Don´t believe in me. Y va a volver a hablar pero es la última vez que sus ojos parpadean.

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